Un hijo llevó a su padre a cenar a un restaurante para ofrecerle una buena comida. El anciano ya era muy mayor y, por lo tanto, un poco debilitado. Mientras comía, a veces caían algunos trozos de comida sobre su camisa o su pantalón.
Los otros clientes del restaurante observaban la escena con miradas de desagrado o de incomodidad. Pero el hijo, él, permanecía completamente tranquilo.
Una vez terminado el comida, sin la más mínima señal de vergüenza o molestia, ayudó suavemente a su padre. Lo acompañó al baño, donde le limpió tiernamente el rostro marcado por los años, limpió las manchas de su ropa, peinó con cuidado su cabello canoso y ajustó sus gafas con delicadeza.
Cuando salieron, un profundo silencio se instaló en la sala. Nadie entendía cómo este joven podía «humillarse» así en público. El hijo fue a pagar la cuenta. Pero justo cuando se preparaba para irse, un anciano entre los comensales se levantó y le dijo:
— «¿No crees que has olvidado algo?»
El joven respondió con calma:
— «No, no he olvidado nada.»
Entonces el desconocido le dijo:
— «Sí, has olvidado algo… Has dejado una lección a todos los hijos, y una esperanza a todos los padres.»
El silencio en el restaurante era tal que se podría haber oído caer un alfiler.
Uno de los mayores honores de la vida es poder cuidar de aquellos que se han preocupado por nosotros. Nuestros padres — y todos los ancianos que sacrificaron su vida, su tiempo, su dinero y su energía por nosotros — merecen nuestro más profundo respeto.
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